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Memorias de Ejercicios 8

No importan las definiciones tautológicas o teológicas, ni siquiera la ignaciana sobre el mal espíritu. Desde mi experiencia, el ME es simplemente un sorete, pero uno bastante hábil, si bien burdo como la definición a la que he recurrido, inteligente y hábil. Conocedor de su objetivo, estudioso de la puerta que siempre por alguna u otra razón dejo mal cerrada y le permite el ingreso.

Desde la teorización ignaciana, la experiencia más fuerte, evidente, vívida y nefasta  que tuve de este ser fue bajo una gran tentación después de una gran consolación. GRAN CONSOLACIÓN.

Jesús había manifestado una fidelidad sin precedentes, no porque no fuera fiel antes conmigo, sino porque lo había puesto en palabras y gestos imborrables, lo había firmado en mis afectos (si es que hay algo más irrefutable que eso). Fui a mi acompañante, fiel también si las hay, y compartí lo que había rezado. Yo soy muy afectiva, todo pasa por el corazón y luego hace su recorrido hacia el entendimiento, donde puedo discernir, cuando puedo, y luego rescatar la moción. Me senté frente a mi acompañante en esa tarde húmeda que anunciaba garúa y compartí lo visto y oído en la oración.

Mi acompañante nunca antes había tenido la necesidad de preguntarme “qué sentiste” ya que eso es algo que suelo registrar sin dificultad. Pero esa tarde, en ese momento, después de compartir con intensidad el intenso encuentro que había tenido con Jesús que sólo había dejado paz y certeza, ella me preguntó “¿y qué sentiste?”. Y no me gustó. Algo me hizo ruido. ¿Qué necesidad tenía de preguntarme algo que yo había dejado de manifiesto o simplemente nunca queda en el tintero sea lo que sea que sienta? Pero no dije nada. Terminamos de hablar, aunque tengo ya desdibujado el final de la charla y nos fuimos. Yo, con un sabor amargo y una pequeña intranquilidad recorriendo mis recovecos internos. Había empezado a gotear, hacía mucho calor y el aire estaba muy húmedo y pesado. Lo primero que pensé después de hablar con ella fue… ¿Qué esperaba que le contestara? ¿Que… quiero… ser… monja? Y eso sólo bastó para desencadenar lo próximo que recuerdo.

Comencé a sudar, pero era lógico dadas las condiciones climáticas. Lo que no condecía con el estado meteorológico, pero parecía estar en oferta por el mismo precio, eran los pensamientos que comencé a tener. Sentía una voz clara que me decía: “Mucha fidelidad… mucha fidelidad… pero cuando Dios te pide que seas monja vos le decís que no…”. Y la inquietud comenzó a transformarse en angustia. Una angustia que salía por mi cuerpo en forma de sudor frío y bajaba junto a mi presión hacía los primeros subsuelos de la tentación. Tuve que sentarme porque no me sentía para nada bien. Pensé en ir a hablar con ella, mi acompañante, pero automáticamente me decía a mí misma: “¿Y qué mierda le vas a decir? A ver si todavía te confirma todo esto que pensás”.

Luego comenzaron las imágenes. Veía una escena de mí yendo a decirles a mis viejos “TENGO que ser monja” y no pudiendo dar una explicación más profunda que esa. Pero a la vez, había una voz propia que decía “pero yo no quiero eso”, “yo nunca quise eso”. Llegué a pensar que quizás tenía que ser monja y que con el tiempo me iba a acostumbrar y así eran las cosas en verdad pero nunca me lo habían contado. Sentí que me estaba volviendo loca. Y para constatar conmigo misma que yo sabía que mi vida y mi opción de seguir a Jesús pasaba por otro lado, traté de ir a aquello fundamental de mi deseo y mi vocación que son mis canciones. Comencé a tararear internamente aquellas que defiendo y defienden mi vida pero las sentía ajenas. Era una sensación muy extraña, de sentirme ajena a lo más mío. El Jesús que me había acompañado en esos casi siete días de ejercicios Aquel al que me remitían mis pensamientos. Era uno completamente desconocido. Volví a pensar en hablar con ella, mi acompañante, pero otra vez redundé en ese pensamiento que decía “¿¿Qué  le vas a decir??”

Decidí ir a la enfermería para hacerme tomar la presión. Me sentía muy mareada. Me confirmaron que la presión estaba muy baja. Si mal no recuerdo marcaba alrededor de 9/5. Hicimos lo pertinente en esas circunstancias y me fui a acostar. Pero mientras daba vueltas en la cama, porque el espíritu se me agitaba, vi algo con claridad, con certeza y con total ánimo de ejecutar porque me parecía la manera de cortar por lo sano todo esto que me estaba destruyendo: “No quiero volver a rezar nunca más, no quiero volver a abrir mi cuaderno de oración. No sé para qué carajo vengo a hacer estas cosas, no tengo que venir más”. Estaba clarísimo, eso tenía que hacer. Eso daba vueltas en mi cabeza, el corazón me saltaba y el cuerpo no me respondía. Pasó una hora y llegó la misa. Fui como pude, pálida y queriendo tomar el primer colectivo a Buenos Aires para volver a mi vida y dejar todo esto que parecía una gran farsa que encima no me estaba haciendo bien. Atravesé la misa como pude, tratando de acallar las voces y patear los sentimientos para encerrarlos en el sótano.

Cuando hubo terminado la celebración y me levanté para irme la vi a ella, mi acompañante, sentada en un banco de la capilla. Y ahí no dudé. Me acerqué, ya más tranquila (pero la puerta del sótano estaba por salir volando), y le dije poniéndome una mano en el pecho como siempre que me excuso de corazón: “(sic) Todo bien con la vida religiosa, pero yo no quiero ser monja. Está todo más que bien y yo la respeto y le  tengo cariño porque la conozco de cerca, pero yo no quiero ser monja”. Abrió los ojos y me miró preocupada como si hubiese adivinado todo lo que había padecido en esas últimas dos horas. “Pero More”, me dijo casi con preocupación, “¿Yo te dije eso?”. “No”, le contesté. “¿Jesús te dijo eso en algún momento?”. “No”, repetí. “¿¡Y entonces!?”. “No sé, es que…” y le relaté todo lo que había sucedido en los eternos minutos antecedentes. Ella me tranquilizó, me habló, me explicó. Ella, mi acompañante, me acompañó a desenmarañar el quilombo que tenía en la cabeza.

De esa experiencia me apropié de un dato, una verdad y una confianza.

El dato: La tentación bajo fervor indiscreto (reglas de discernimiento de segunda semana)

La verdad: El mal espíritu es un hijo de puta.

La confianza: Tal cual me dijo ella, mi acompañante: “More, Jesús nunca va a pedirte algo que vos no quieras, él siempre va a querer con vos y te va a respetar”.

  

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